La semana pasada, por esas cosas locas de la vida, Samsung me invitó a conocer las bondades y maravillas de su nueva lavadora ultra mega power ya no ya (realmente, ya no ya) Active Dual Wash. Entre las cosas que nos contaron, hicieron un repaso sobre el proceso más tradicional de lavado de ropa en las familias peruanas, algo que tiene mucho que ver con la tradición y lo que aprendemos en casa.

Caí en cuenta de que lavar la ropa en nuestras casas pasa por distintos etapas. Desde tratar “esa mancha”, puños y cuellos con especial cuidado, jabones específicos y sprays removedores que te prometen todo en el momento de remojar la ropa y del suave refregado para lo más delicado, hasta el proceso de lavado en sí, que no siempre todo va a la lavadora, que mucho se lava a mano (chape usted su batea) y hacían mucho hincapié en que esta nueva lavadora lo simplificará todo, y sí, por lo que aprendí ese día, esta máquina es más sencilla de lo que una se imagina.

Pero lo gracioso fue que mientras me hablaban, yo solamente podía pensar que en mi casa, por muy ama de casa que yo sea, no me ocupo del lavado en sí. O sea sí, compro el detergente, jabón, suavizantes y muchas otras cosas más y si algo sale mal soy yo la que lo soluciona pero tengo la suerte de tener a Irma que es mi brazo derecho y me ayuda en todo ese proceso. Sin embargo, y especialmente teniendo a una bebé/niña de dos años, las manchas y todo, todo lo difícil se lo dejo sin dudar a mi esposo. Es más, cuando Valentina hace algún desastre, por ejemplo, soy yo la que limpia el piso pero es él quien se encarga de la ropa.

Así que cuando me tocó intervenir en esta presentación, tuve como un flashback de aquellos, vi la luz y lo entendí todo: Crecí en una casa donde el lavado difícil estaba a cargo de mi papá. Así de simple así de cruel. Lavar ropa siempre ha sido un placer para él. Desde que tengo uso de razón, en su baño hay siempre un balde, un cepillo, spray quitamanchas y jabón Bolivar, y bastaba que una se ensuciara de ketchup, de vino, de grasa, de lo que sea, para que mi papi nos dijera inmediatamente “dámelo a mi, ponlo en mi balde que yo me encargo”.

Hasta el sol de hoy, si estamos en su casa y alguno de los nietos se ensucia con algo o Valentina pone negras sus medias -algo que pasa digamos, todos los días-, él solamente quiere ir, lavarlas, despercudirlas y ser feliz. Lo mismo pasa en la cocina. Las ollas más cochinas y las sartenes más pegajosas siempre han sido su territorio (my tiene todo un arsenal de productos que así lo demuestran aunque su técnica infalible siga siendo “hervirlo todo”).

Mi mami podía cocinar, mi mami podía encargarse de todo lo demás en realidad pero esas dos cosas eran y son territorio absoluto de mi papi.

Y sin darme cuenta, ¡yo he llevado esa misma costumbre a mi casa! Claro que tengo la suerte de tener un esposo todo terreno que no le teme a las tareas del hogar y al quehacer diario pero, no es extraño ver como somos “hijos de nuestros padres” en muchos más sentidos de lo que nos imaginamos?

Desde que me mudé y construí mi propia familia, me he dado cuenta de que tengo costumbres como hervir agua a primera hora cada mañana, que siempre dejo las llaves en una mesita a la entrada, que siempre tiene que haber un jugo natural en la refri como limonada o naranjada, que soy maniática de apagar las luces, hacer las compras una vez por semana y cuando me pinto los labios y las uñas de rojo, siento que estoy siendo poseída por el espíritu de mi madre, y con las mismas, me fui de casa de mis papis llevándome la costumbre de que la lavada de ropa más complicada y las cosas de la cocina, se las dejo a mi marido como mi mami se las dejaba a mi papi.

Soy hija de mis padres, qué bestia cómo soy tan hija de mis padres (y me encanta), a ti no te ha pasado lo mismo? ¡Dime por favor que no soy la única!